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sábado, 25 de julio de 2009

Bases Norteamericanas en Colombia: Vieja historia


Un par de artículos de Antonio Caballero y Reinaldo Spiletta, acerca del establecimiento de bases norteamiercanas en Colombia, como respuesta del gobierno a su eterna "guerra contra el narcotráfico y el terrorismo", así como equilibrar la balanza armamentista con el poder militar Venezolano y sus socios en Asia y Europa.

Las bases como menciona Caballero, no son absolutamente nada nuevo. Son la reafirmación de la falta de soberanía que realmente Colombia tiene sobre Colombia. En Bogotá no más, detrás del aeropuerto se encuentra un búnker inmenso de la embajada para sus actividades "poco" curriculares. Y bueno, para colmo el simio del país de al lado, poco ayuda con su política beligerante y su idolatría por Simón Bolivar.

Si Simón Bolivar es el modelo a seguir para defender nuestra soberanía: Estamos Jodidos. Estamos jodidos con éstos presidentes de pacotilla y sus luchas por la soberanía! Siguen regalando el país a ideologías externas que favorecen a las mafias territoriales de Suramerica.

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El aumento de la ayuda norteamericana que tan contento tiene a este gobierno sólo servirá para agravar la guerra que vivimos.

Por Antonio Caballero

Primero dijo el entonces Ministro de Defensa Juan Manuel Santos que el gobierno no les daría una base militar a los Estados Unidos. Aquí mismo comenté que esa era la prueba de que pensaba darles varias. Y así ha sido. El actual ministro de Defensa, general Freddy Padilla, informa que son tres: Malambo, Apiay y Palanquero. Agrega que, si por el gobierno fuera, serían por lo menos cinco: "Nosotros hemos solicitado -dijo- entregar también Larandia y Tolemaida". Y al parecer serán en realidad siete, contando las bases navales de Cartagena y Bahía Málaga, que recibirán "visitas" de los buques de guerra norteamericanos. Agrega el general que no es necesario ni siquiera consultar al Congreso (lo cual, en el lenguaje de este gobierno, significa que no van a comprar congresistas con embajadas y notarías), porque "los expertos en esta materia consideran que no se trata de nada nuevo". Y es verdad: la entrega de las bases forma parte de la larga tradición cipaya de abyección ante el imperio de todos los gobiernos de Colombia. Tanto es así que ni siquiera sorprende que esa haya sido la manera escogida por el de Álvaro Uribe para celebrar el bicentenario de la independencia del imperio anterior. Pero lo cierto es que da vergüenza ajena. Tanta, que por contraste parece menos grotesca la idea municipal de los globos aerostáticos con anuncios publicitarios.

Y explica el Presidente, como siempre, que la entrega de las bases a los norteamericanos tiene por objeto conseguir "que nos ayuden en esta batalla contra el terrorismo y el narcotráfico".

Como siempre, digo, porque esa es la excusa (también tradicional) que alega el gobierno para cualquiera de sus actos. Para subir los impuestos o para bombardear a los vecinos, para no llevar a juicio a los paramilitares o para no compensar a sus víctimas. Para lo que le convenga o para lo que se le ocurra. Parece como si no se hubiera dado cuenta de algo que ha sido de sobra comprobado en la historia ya larga de esos dos fenómenos: que ambos son generados en buena medida por la ayuda norteamericana.

En el caso del narcotráfico la evidencia es tan clara que ha acabado por convencer incluso a personas que, en su momento de poder local, se inclinaron ante la presión imperial de los Estados Unidos para combatirlo a sabiendas de que ese combate es la mejor manera de fortalecerlo: es el caso de los ex presidentes Gaviria de Colombia, Zedillo de México y Cardoso de Brasil, firmantes de un reciente documento en el que reconocen que la guerra contra la droga ha sido no sólo inútil sino contraproducente. Ha destruido física y moralmente los países a la vez que conseguía que aumentara el consumo del producto y el poder y la riqueza de las mafias que lo manejan.

En el caso del terrorismo, antes llamado subversión, la relación de causa a efecto también es notoria aunque esté velada por la ideología. No sólo en Colombia, sino en todos los países que han conocido el fenómeno este ha sido fortalecido por el antiamericanismo, fruto a su vez de la "ayuda" procurada a sus gobiernos por los Estados Unidos para combatirlo. Y así es tanto en los países en los que la subversión, hoy llamada terrorismo, ha sido derrotada (la Argentina o Chile), como en los que ha triunfado (Cuba o la Nicaragua de la primera victoria sandinista). Y esto no sólo en América sino en Asia y en África, de Vietnam al Congo, e inclusive en la Europa de la Guerra Fría. Para no hablar del Oriente Medio.

De manera que el aumento de la ayuda norteamericana que tan contento tiene a este gobierno sólo servirá para agravar la guerra en que vivimos. Lo cual explica, de rebote, el contento del gobierno: él vive de que esa guerra se mantenga. Si en Colombia hubiera paz, no habría Uribe.

Me viene a la memoria el razonamiento con el cual la señora Jeanne Kirkpatrick, asesora de Seguridad de Ronald Reagan, trató de persuadir al gobierno de Costa Rica de que aceptara la ayuda norteamericana para armar un ejército, inexistente en el país desde los años cincuenta. "Lo necesitarán -les dijo la consejera de Reagan- para combatir la subversión". "Es que en Costa Rica no hay subversión", le respondieron. Y ella concluyó: "La habrá en cuanto tengan un ejército".

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Por Reinaldo Spiletta

Son varios los factores que hacen posible el establecimiento de bases militares estadounidenses en territorio colombiano: uno, la mentalidad de colonizado del gobierno nacional (?), que hace rato da muestras de sumisión a todo lo que solicita el imperio.

En su catálogo de infamias alberga el apoyo a la criminal invasión norteamericana a Irak. Otro, la situación de América Latina, que cada vez adquiere más conciencia soberana e intenta zafarse del secular dominio del Norte.

Sin tener en cuenta a la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores, ni al Congreso, y mucho menos al pueblo, el gobierno decidió abrirles camino a tres bases militares de los Estados Unidos, una antinacional medida que se veía venir desde los días en que Ecuador dio un ultimátum a la base de Manta y también desde que Washington reactivó en 2008 la IV Flota, para controlar el Caribe y el centro y sur del continente.

La movilización de la IV Flota gringa se ha hecho bajo el pretexto de luchar contra el narcotráfico y el terrorismo, como una suerte de evocación de la “diplomacia de las cañoneras” y como una nueva estrategia colonizadora. O, por lo menos, la de intimidar a aquellos países que intentan abandonar el redil norteamericano. Se sabe, entre otros aspectos, que Colombia es una punta de lanza de los intereses imperiales en estas latitudes.
Recordemos que a excepción del gobierno de Uribe, que vio con gran simpatía la decisión de Washington y su Flota, para otros países la “desoxidación” de ésta está muy lejos de ser un instrumento de paz y seguridad regionales. Está enmarcada, en cambio, en los intereses de la seguridad nacional de los Estados Unidos. O sea, que la implementación de la mencionada flota no es más que una reiteración de las intenciones de hegemonía norteamericana.
En esta perspectiva, hay que leer la reciente decisión de meter militares gringos en Colombia. Como un acto de geopolítica y de intervención estadounidense en este país, que hace rato empeñó su soberanía y se abrió de patitas ante los intereses de la potencia del Norte. También como un acontecimiento que hace parte de las novísimas estrategias de recolonizar a América del Sur.
Washington sabe desde hace rato, sin importar si sus gobiernos son republicanos o demócratas, que cuenta con los buenos oficios del gobierno colombiano. Claro que más con el actual, que ha resultado absolutamente benévolo y entreguista con la Casa Blanca. Sabemos, de vieja data, que aquí la soberanía es un artículo que se feria, se trueca o se regala. Qué importa la Constitución, qué importa la opinión pública. Interesa, sí, estar bien con el amo.
La instalación de bases norteamericanas en Colombia somete al país a los intereses extranjeros, viola la autodeterminación y la ya prostituida soberanía, y pone a navegar a la nación en sentido contrario a los procesos de países de la región que buscan librarse de la coyunda yanqui. Aunque se disfrace de ayuda, tales maniobras violan la Constitución en los artículos 173 y 237, que sólo autoriza el paso temporal de tropas extranjeras en el territorio nacional, con previa autorización del Senado y concepto favorable del Consejo de Estado. Todo esto, como se nota, parece que el gobierno decidió pasárselo por la faja.

El “acuerdo”, que se cocinó en secreto, aun cuando se presente como parte de la ayuda norteamericana y del Plan Colombia (en esencia, un negocio gringo), deja de nuevo en evidencia el interés de la Casa Blanca por no olvidar sus roles hegemónicos en el continente. Es otra demostración de su prepotencia e intervencionismo en los asuntos internos de otros países.
Al mismo tiempo, es una confirmación de la docilidad del gobierno colombiano que, como diría Gaitán, hinca la rodilla en tierra frente al oro yanqui y levanta el fusil contra los hijos de la patria.


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