RECORDAR A JAIME, por Eduardo Arias.
Jaime Garzón era el dueño de una carcajada generosa, estridente, capaz de llenar auditorios enteros. Una carcajada de la que se servía para anunciar su llegada (le encantaba hacerse notar, ser el centro de todas las miradas), la utilizaba para enfatizar sus apuntes mordaces. Muchas de ellas, fruto de alguna equivocación durante la grabación o de alguna conversación después del corte que quedó grabada, salieron al aire en los programas de televisión Zoociedad (1990-1993), Quac (1995-1997) y Lechuza (1997). También de la boca desdentada de Heriberto de la Calle, su último y más emblemático personaje, que se encargaba de entrevistar personajes de la vida pública en el noticiero CM& y luego en Caracol Noticias. El que murió con él hace 10 años, cuando Jaime Garzón tenía 38 años.
Como si lo anterior fuera poco, Garzón también hacía un espectáculo de sí mismo. Se burlaba del poder, es cierto, pero también se burlaba de su figura, de su torpeza, de sus carencias afectivas. Y así se ganaba el cariño de la gente. Era dueño de un espíritu entrador, propio de los grandes conversadores que saben cautivar una audiencia por su capacidad de llevar a extremos delirantes hasta las situaciones más anodinas de la vida.
Además de su sentido del humor y de su sobresaliente inteligencia y su agudeza mental, el éxito de Garzón se basaba en otros componentes. Uno de ellos, tal vez el más importante, su cercanía a las fuentes primarias de lo que sería su discurso y el discurso de sus personajes. Educación religiosa en la edad escolar (incluso ofició de monaguillo); estudiante de Derecho en la Universidad Nacional; cercano colaborador de la guerrilla del ELN; alcalde menor de Sumapaz, localidad rural del entonces Distrito Especial de Bogotá durante el mandato de Andrés Pastrana; asesor del gobierno de César Gaviria, oficio que desempeñó cuando Zoociedad estaba al aire. Esta diversidad de oficios le permitió conocer, de primera mano, los discursos de la Iglesia, la academia, y los estertores de los movimientos estudiantiles de los años 70 y la política. Durante este tiempo Garzón había perfeccionado sus dotes de humorista, había desarrollado varias de sus imitaciones más emblemáticas (los Pastrana papá e hijo, Alfonso López Michelsen, Álvaro Gómez) y ya se había fogueado ante auditorios privados. Así que el 31 de octubre de 1990, cuando salió al aire el primer capítulo de Zoociedad, Jaime Garzón debutaba como presentador de un espacio de televisión, pero ya había recorrido un largo terreno y estaba listo para enfrentar las audiencias masivas de la televisión.
Otro punto a su favor: su calidez y su facilidad para hacer amigos, o al menos hacerle creer a mucha gente que eran "sus amigos del alma". Cuando lo conocí, en 1989, en la sala de redacción del diario La Prensa, se presentó como "el hermano de Alfredo Garzón", el ilustrador de El Espectador, y acto seguido comenzó a hablarme y a hacer chistes como si fuéramos amigos de toda la vida. Y así era siempre. Al llegar a la reunión de los lunes en la que se planeaba Zoociedad, saludaba de abrazo a todo el mundo y por lo general contaba alguna anécdota que le garantizaba ser el centro de atención. En el estudio de grabación era muy amable con los camarógrafos, los asistentes, los maquilladores. En 1991, cuando se enteró de que la programadora no iba a llevar a Cartagena a todos los realizadores de Zoociedad, de su propio bolsillo les pagó el pasaje y la estada a tres de ellos. Cada rato los invitaba a su casa, en el Barrio San Martín, les preparaba comida y los trataba como si fueran sus hermanos del alma.
Pero Jaime Garzón también era un personaje trágico. A ratos solía caer en los pozos profundos de la depresión. Por lo general, las grabaciones de Zoociedad eran una explosión de entusiasmo, ideas van, ideas vienen. Pero a veces Jaime llegaba deprimido, o de mal genio, o sencillamente no aparecía, o amenazaba con renunciar, y aquello era muy parecido a un velorio.
Además, le encantaba jugar con su propia muerte. Llegó al extremo de mandar imprimir un cartel funerario en el que anunciaba su propio entierro. Como recordaba Antonio Morales, libretista y director periodístico de Quac, en un texto-homenaje que escribió hace algunos años en la revista Número, "su corta vida estuvo marcada desde los 8 años por un impulso tanático y autodestructivo originado por la temprana muerte de su padre. Desde muy joven, Garzón les expresaba recurrentemente a sus amigos que deseaba morir, como su padre, a los 38 años. Desde entonces la vida de Jaime transcurrió, en lo privado y en lo público, paralelamente a la violencia colombiana".
Se podría decir que Garzón vivía entre la risa exagerada y una cercanía con la muerte, a la que se exponía cada vez más, a medida que pasaba de ser un personaje de programas de humor a un personaje de la vida pública. Era, de alguna manera, la imagen misma del equilibrio inestable en que viven los colombianos, entre los excesos de la risa y de la tragedia.
Como señaló Morales en el texto de Número, así como en diversas conversaciones Jaime Garzón dejó de ser el personaje de ficción de Zoociedad y Quac y se convirtió en un personaje real cuando, disfrazado de Heriberto de la Calle, comenzó a entrevistar en un noticiero a los personajes de carne y hueso de la vida real. Y se expuso aun más a la muerte cuando comenzó a hacerse visible en escenarios de la vida real como el proceso de paz y la intermediación en casos de secuestro. "La imagen de Heriberto se confundió entonces con la de Garzón con la guerrilla recibiendo secuestrados, Garzón en eventos de paz, Garzón con la sociedad civil, Garzón en La Habana, Garzón con los ex guerrilleros salvadoreños, Garzón negociador y conciliador en medio de las balas, Garzón repudiado y señalado como inconveniente por la extrema derecha", escribió Morales.
Y Garzón a veces olvidaba que él no era Émerson de Francisco ni Louis, sus personajes de Zoociedad. Como buen chicanero que era, hablaba de temas muy delicados con el mismo desparpajo con que lo hacía de sus levantes o de su nuevo carro. Lo vi vivo por última vez un mes antes de que lo asesinaran. Fue a la salida de los estudios de Radionet, la emisora donde él trabajaba. María Jimena Duzán, que acababa de entrevistarnos a Karl Troller y a mí, nos acompañó a la puerta. Al ver a Garzón, le dijo: "Pilas, Jaime. A usted lo van a matar si sigue hablando de esos temas tan delicados". Jaime, que estaba feliz porque estrenaba un BMW Z3 convertible rojo que acababa de poner de moda la última película de James Bond, no le paró bolas.
En la madrugada del viernes 13 de agosto de 1999, dos sicarios le pegaron cinco tiros a Jaime Garzón. El mito había muerto. Nacía una leyenda. Peor aun, un vacío que Colombia no ha asumir, y mucho menos llenar.
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