Escrito por Alfredo Molano. ¡LO LOGRARON! AL FIN, POCO A POCO, lograron dividir a los indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta. Una enorme tronera le han abierto los Dávila a su cultura con el negocio del turismo. Primero trató de hacerlo el Señor de la Sierra, después Bessudo.
No pudieron. Los Dávila —suma de todos los males— son archiconocidos en el país por el chanchullo con Agro Ingreso Seguro, que no es el único ni el más sano. Son una familia multifacética. Un día aparece alguno en Bahía Concha con malas compañías, otro día aparece uno distinto en Chivolo en peores; se toman, con la complicidad de un alcalde judicializado por corrupción y paramilitarismo, la bahía de Santa Marta para hacer un puerto de veleros. Ahora tienen el ojo puesto en la Sierra Nevada, en la belleza de sus playas, ríos y, claro, minas de carbón, oro y demás minerales escondidos en el “corazón del mundo”, como consideran los indígenas al macizo. Ejemplo de lo que podría ser su proyecto minero es la explotación de piedra caliza que hicieron para construir la Marina y que destruyó el cauce natural de una quebrada. El resultado es que media Santa Marta se inunda a buena cuenta de los veleros de los Dávila y sus amigos. Con el negociado de Six Senses le metieron la mano a sitios sagrados de los indígenas. Al ritmo que van, no demoran en apropiarse de Ciudad Perdida.
Los Dávila han divulgado un amañado video en que publicitan su triunfo mostrando a una minoría de mamos aplaudiendo el proyecto. Llevaban muchos años feriando el sitio más bello de país, según la opinión de Julio Carrizosa, el decano de la defensa del medio ambiente en Colombia. Coronaron sus codiciosos bolsillos, repletos ya, y privan con ello a la gran mayoría de colombianos de un lugar de veras privilegiado por la naturaleza. Se sentará así un precedente pérfido en el derecho a la consulta previa consagrado por el acuerdo 169 con la OIT. Aterra la flexibilidad del Gobierno y sobre todo de un ministro tan ilustrado y sensible como Juan Gabriel Uribe. Santos, el presidente, había dado garantías de que ni el Tayrona —y ninguno de sus rincones— sería entregado al turismo VIP. Si así va cumplir todas las garantías, que Dios nos coja confesados.
El Tayrona no es el único caso. La explotación de minas, la construcción de hidroeléctricas, ferrocarriles, carreteras, puertos y aeropuertos, toda obra que suponga consulta previa a indígenas y comunidades negras, ha sido previamente sometida a examen por las divisiones —verdaderos batallones— de responsabilidad social de la empresas interesadas en el negocio. Entran a estudiar las condiciones de vida de la gente, registran sus reacciones y hacen un empadronamiento de la población que vive en la región. Luego pasan a la etapa de ablandamiento: mejoran una trocha, hacen una escuela, dotan un puestico de salud, otorgan becas y, sin duda, resbalan billete. Sobraría decir que sus departamentos de propaganda prometen emplear a los muchachos, mejorar la calidad de vida, y sacrificarse por servir a la humanidad. Si los dirigentes no aflojan, emplean otras formas más drásticas. La primera, denuncian la infiltración de organizaciones terroristas en la comunidad. Si las comunidades salen a protestar a la calle o a la carretera, aparecen en camiones y helicópteros repletos de los tenebrosos escuadrones antimotines a repartir garrote. Algunas veces aparece un muerto; otras desaparecen a otro. Al mismo tiempo, las firmas interesadas en el negocio emprenden abrumadoras y cínicas campañas de publicidad a favor de los proyectos, y de la sensibilidad social y buena fe de las empresas. Miles de millones de pesos se invierten en fabricar buenas imágenes. Si los operativos fallan, se apela a otros métodos de persuasión que todo el mundo conoce y que las comunidades los temen. ¿Quién duda de que los usan y los pagan?
En dos palabras: a las buenas, plata y más plata para comprar todo lo que pueda interponerse en sus planes económicos; a las malas, plomo. Es la inveterada política de dividir para reinar y sacar por ahí, baratos, sus negocios. La locomotora minera y ahora el carromato del turismo han dividido no sólo a los indígenas de la Sierra Nevada sino también a los resguardos de Vichada y Amazonas y a las comunidades negras del Pacífico. Dividirlas es liquidarlas.
Un etnocidio.
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