Extracto del libro "Política del Rebelde: Tratado de resistencia e insumisión" escrito por el filósofo Michael Onfray. Páginas 99-102
"El síndrome de Hecatón muestra a porfía que, en materia de fundación de todo lo que es esencial en una civilización, lo inaugural se basa en un sacrificio y la permanencia se asegura mediante un holocausto que se reitera sin cesar. El sacrificio y el holocausto tienen como víctimas propiciatorias, desollados sacrificiales y fetiches propiciatiorios a todos aquellos que el sistema de producción destruye.
¿Quién evaluará algún día los dolores, las penas, los males, los sufrimientos, las torturas, las mutilaciones, las enfermedades? ¿Quién contabilizará las acusaciones, las exclusiones, las condenas? ¿Quién hablará de las matanzas, las carnicerías y las masacres debidas a ésta religión de la economía independiente? ¿Quién desmontará las fábricas y las manufacturas, los talleres y los lugares donde se han perpetrado esos sacrificios cotidianos, masivos? ¿Quién explicará lo que son éstas máquinas de descerebrar, de vaciar los cuerpos y las almas, de empobrecer el espíritu, marcar las carnes, deformar los esqueletos, torcer los huesos, comprimir las estaturas, desarrollar fisiologías mutantes en las entrañas de los que han sido arrojados al caldero de Hecatón?
El desencanto del mundo, el nihilismo contemporáneo y el pesimismo generalizado perdurarán mientras se siga rindiendo honor al orden de las cosas de acuerdo con las modalidades que pregonaba el filósofo antiguo. De ésta manera es preciso definir la economía moderna como una alquimia caníbal, una disciplina de transmutación que produce el dinero de los amos sobre la base del tiempo de los esclavos. Su mecanismo funciona de tal maner que absorbe las energías, las fuerzas, las vitalidades, las singularidades, los temperamentos, los caracteres, las libertades individuales de quienes sólo disponen de ese resto, su cuerpo, con el fin de reducirlo, destruirlo, quebrarlo y extraer de él las lágrimas, la sangre y el sudor por un lado, y por otro lado el oro, con el que los amos financian fiestas que por un tiempo les permiten olvidar que son mortales. Una vez digerida la dignidad, la economía independiente produce las riquezas que financian los gastos suntuarios.
Por otra parte, se podría escribir una historia de la economía únicamente desde el punto de vista de las obras espléndidas. Todas tienen en común la satisfacción del narcisismo de quienes las encargan, las deciden y las desean. Las pirámides egipcias, las catedrales occidentales, los diques soviéticos, los cohetes norteamericanos, las fábricas y luego las multinacionales europeas y, en la actualidad, los capitales flotantes planetarios o los que evolucionan en la estratosfera virtual: En todos los casos se trata de expresar la potencia y la soberanía del poder temporal, luego del poder espiritual que en éste se inspira y lo sostiene. Siempre, la sangre de los pobres es el fundamento del máximo derroche.
El faraón, el sacerdote, el ingeniero, el técnico, el capitán de industria, el financiero, todos se han apoyado en ejércitos, policías, poderes constituidos, a veces con la colaboración de pensadores o filósofos sometidos a sus respectivos sistemas porque para eso se les pagaba, con el objeto de protegerse de los explotados cuyo trabajo hacía posible esos monstruosos edificios. Propietarios, militares y proletarios: éste es el orden descendente en que se expresan la potencia, el poder, el poder y la dominación de los que imponen el economismo, esta religión fundada o al menos formulada, por Hecatón desde la antiguedad.
Para engrosar estas masas monetarias virtuales, que circulan en flujos tensos y en chorros continuos, en mundos en los que el movimietno se produce a la velocidad de la luz a través de la fibra óptica, los esclavos de los tiempos modernos son utilizados y desechados, explotados, humillados, ofendidos y luego despedidos según las necesidades del mercado. Estos meteoritos que escapatan a todos los controles policiales, gubernamentales o políticos, evolucionan de acuerdo con el orden económico, que solo respeta sus propias leyes. Apátridas o cosmopólitas, en cierta forma platónicos, hipostáticos a su manera, adoptan vías que, como las dialécticas descendentes o ascendentes que tanto gustan a los devotos de la caverna, proceden de modo invisible.
Nada de fronteras, visados democráticos o prohibiciones éticas, las masas de los capitales flotantes actúan según el mismo principio que los ejércitos de una superpotencia de dominio planetario. Fluidos y plásticos, invisibles y todopoderosos, éstos flujos monetarios distribuyen miseria o riqueza a su paso: aquí fortuna, allá ruina, acumulación en un lugar, dispersión en otro, atesoramiento para uno y dilapidación para quien no haya sido tocado por el ala y la gracia de esos desplazamientos de energías. Pero quienes no poseen nada para apostar en estos movimientos lúdicos, y por tanto nada que ganar, siempre tienen, sin embargo, algo que perder: tiempo, energía, fuerzas, libertad; en resumen, su vida.
¿Qué ventaja representan la pirámide o la catedral para los obreros que las construyeron, trabajadores y otros vendedores de esfuerzos y de fuerza de trabajo? ¿Qué beneficios obtuvo de las gigantescas represas de agua y de la conquista espacial, de la desecación de ríos y de la inundación de valles, o del primer paso en la Luna, el ciudadano de la Unión soviética o de los Estados Unidos acuciado cada día y por todas partes por la prostitución de su ser, de su cuerpo, a cambio de un salario irrisorio? ¿Qué alegrias extraen el obrero, el proletario, el asalariado de los alaridos de la forja, las histerias de las máquinas y los apocalípsis de fuego que aun se mantienen en las acerías, las fábricas y otros templos en los que se rinde culto a Prometeo o a Hefesto? ¿De qué le sirven al clochard, al desempleado, al asalariado precario, al obrero y al empleado esas marcas cifradas en monedas fuertes y formuladas de manera cibernética en la memoria de los ordenadores?
Todas las épocas han puesto la ideología, la religión, la filosofía y el arte al servicio de esos cultos que se rinden a la producción. Y la nuestra tanto como las otras. Cada cultura se ensucia y se anuncia en la justificación estética de ésta lógica. De ahí, en lo que concierne a la nuestra, una religión de capital, plástica e incesantemente reciclada desde que Paul Lafargue ofreció su primera fórmula, en el siglo XIX. Nuestro tiempo celebra lo conceptual, lo virtual, lo significado en el significante avieso, o al menos disfrazado. Los capitales flotantes, el dinero que, al circular, libera la energía y la entropía con las que el capital inicial se reproduce - mitosis y meiosis confundidas -, luego se fracciona, se desarrolla, toma cuerpo, se fortalece, se desplaza, todo lo cual contribuye a la formación de un Dios al que todos o casi todos rinden culto.
Toda alineación funciona según el mismo principio. La miseria de los hombres ha permitido la creación de la santidad del dinero, la ha hecho posible. En sus sublimaciones, las civilizaciones expresan lo que constituye sus carencias y luego sus dioses, cuando no su Dios. Y ésta carencia transfigurada en ser centellea y fascina porque, para poder conservarla sólo en manos de unos pocos, su posesión ha sido prohibida para la gran mayoría. De esta manera parece demostrar la rareza y, por tanto, lo precioso de la naturalezas de un fetiche convertido en mundo. El lujo es la manifestación de este Dios invisible, su epifanía. Hace posible, gracias a la jerarquia instalada, la lectura de la causa de la miseria, a saber, la ausencia de este Dios, la imposibilidad para la mayoría de los hombres de una comunión en la hostia, que es el valor propuesto tras la transustanciación.
De esta manera, en nuestro sistema capitalista planetario, la economía es doblemente caníbal: no sólo priva a los esclavos de su existencia, sino que hace frágil y precaria, cuando no caduca, su propia esencia, por entero alienada en la hipótesis de una procesión hacia el UNO-BIEN del que están para siempre excluidos. Después de las revoluciones industriales y tecnológicas hay que afrontar la revolución cibernética e informática. De la explotación del siglo xix, que un cartógrafo como Marx fue capaz de representar y rastrear, hoy sólo queda un sucedáneo de hangares desiertos, fábricas vacías, talleres abandonados. Las descentralizaciones, las deslocalizaciones, deesterritorializaciones diría Deleuze, las instancias que hacen posible la distribución desigual de las riquezas son invisibles, inasibles, únicamente reconocibles en los hechos y los prejuciios que a veces es posible registrar: un individuo que hace una fortuna, otro que se arruina, una sociedad anónima que surge aquí, una región masacrada allá y, siempre, la miseria permanente de la gran mayoría, que sufre y padece los efectos de los flujos monetarios."
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