La táctica de la Casa Blanca ha sido abandonar la retórica belicista de Bush y ensayar un discurso igualitarista y respetuoso de la soberanía de los países del área, pero desplegando nuevas bases militares, manteniendo a la Cuarta Flota y fortaleciendo sin pausa al Comando Sur.
En Estados Unidos como en América latina sigue siendo válida una distinción entre llegar al gobierno y tomar el poder. Obama llegó al gobierno, pero está lejos de haber conquistado el poder. Es socio menor de una coalición en donde se aglutinan fuerzas abrumadoramente superiores a las suyas y para las cuales las guerras y el saqueo imperialista son las fuentes de sus fabulosas ganancias. En otras palabras, se impone una vez más distinguir entre el “gobierno permanente” de ese país y su “gobierno aparente”, el que se simboliza en la figura del presidente.
Ningún presidente logró hasta ahora doblegar a esas fuerzas, y nada hace pensar que el resultado esta vez podría ser diferente. Obama parece haberse supeditado al mandato del complejo militar-industrial sin siquiera librar batalla en contra de la escalada belicista en Latinamerica.
La progresiva pérdida de capacidad hegemónica de Estados Unidos en la región y una disminución de su capacidad de dominación y control sobre el sistema internacional, así como su gravitación económica global, no necesariamente significa un deterioro equivalente en su capacidad de controlar su tradicional “zona de influencia”, donde Chávez, Correa y Morales, populistas y autoritarios, promueven diversas reformas sociales y siembran las semillas de la discordia en sus respectivos países y se convierten en peligro para sus vecinos.
La reacción más importante de la Casa Blanca ha sido, hasta ahora, la reactivación de la Cuarta Flota con el mandato específico de patrullar la región y monitorear los acontecimientos que se puedan producir en América Latina y el Caribe. No sólo se trata de controlar el litoral marítimo en el Atlántico y el Pacífico sino que también podría inclusive navegar por los caudalosos ríos interiores del continente con el propósito de perseguir narcotraficantes, atrapar terroristas y desarrollar acciones humanitarias. No se requiere de demasiada imaginación para percatarse de lo que podría significar la penetración de la IV Flota por el Amazonas y su eventual estacionamiento en ese río y la pretensión norteamericana de convertir a esa región en un “patrimonio de la humanidad bajo supervisión de las Naciones Unidas, o la navegación de la IV Flota por los grandes ríos sudamericanos (en soledad o con el auxilio de fuerzas locales aliadas) para maniatar y subyugar la que es la región más rebelde y resistente al dominio imperial del planeta.
Para tener un decisivo y monopólico control territorial que se extiende desde México, en el Norte y llega hasta Tierra del Fuego, en el extremo Sur de la Argentina, en donde también hay personal militar norteamericano, el gobierno estadounidense fortaleció en el marco latinoamericano su presencia con el reforzamiento de las bases en Aruba y Curazao, la concesión de nuevas bases militares por el gobierno de Panamá, la firma del tratado de cooperación militar con Colombia, el desembarco de los marines en Costa Rica, la de facto ocupación militar de Haití y la base militar con que cuenta Washington en la Triple Frontera, con la Base Mariscal Estigarribia en Paraguay.
En el caso del golpe de Estado en Honduras y la posterior legitimación del fraude electoral que elevó a Porfirio Lobo a la presidencia, Estados Unidos optó por sostener a los golpistas en vez de apostar a la reconstrucción de la democracia. No se trató de una cuestión de incapacidad, sino de una elección estratégica concebida para lanzar una ominosa señal de advertencia a los gobiernos de izquierda y progresistas de la región.
Por supuesto, todo articulado con el mantenimiento del bloqueo a Cuba y el permanente hostigamiento a Venezuela, Bolivia y Ecuador tiene como objetivo reforzar la dominación estadounidense en la región, derrocar por diversos métodos a los gobiernos considerados “enemigos” (Cuba, Venezuela, Bolivia y Ecuador), debilitar aún más a los vacilantes y ambivalentes gobiernos de “centro-izquierda” y fortalecer a la derecha que se ha hecho fuerte en el litoral del Pacífico (Chile, Perú, Colombia, Panamá, Costa Rica, Honduras y México), reordenando de ese modo el “patio trasero” del imperio.
Estados Unidos, la “Roma americana” – al decir de José Martí (quien aporto los fundamentos materiales, militares e ideológicos sobre los cuales reposa el imperialismo como sistema),- se había convertido en la potencia imperialista más agresiva y poderosa de la historia de la humanidad y en el estado nación imprescindible e irreemplazable para sostener con su formidable maquinaria militar, su enorme gravitación económico-financiera y el fenomenal poderío de su industria cultural desde Hollywood hasta sus universidades, pasando por sus tanques de pensamiento, los medios de comunicación de masas y su control estratégico de la Internet, no compartido ni siquiera con la Unión Europea y Japón.
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