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lunes, 20 de diciembre de 2010

Abogados

Artículo escrito por Héctor Rincón en la difunta Revista Cambio, en algún año de la primera década del siglo XXI en el territorio identificado como Colombia. Recomendación de AFC.
La otra vez Fernando Londoño Hoyos decía en una entrevista que durante toda su vida lo que más había hecho era servir de intermediario entre personas para solucionarles impases porque esa era la más crucial función de un abogado. Ja. ja.
Lo decía serio -ojos entornados, mirada lince, palabras en mayúsculas, todo eso- para el vano intento de convencernos de su bondad y para explicarse, para explicarse, para explicarse, que es en realidad lo que más ha hecho  el ahora inexplicable señor ministro.
Pero tranquilos: no es Londoño Hoyos con su fogocidad al servicio de la puñalada el blanco de esta columna. Ni de él se hablará ni de la sobredimensión y la pifia de Uribe al encargarle dos ministerios a la vez, sino de los abogados tan descorazonados y tan dañinos y tan posgraduados en cinismo como son estos obsesos del embolate y de la marulla.
Desde luego no creo que los abogados sean útiles para acercar a aquellas personas ariscas, a las imposibles de juntar, a las remisas.  Creo, al contrario, que los abogados son los causantes de volver ariscas a las personas, de separarlas, de hacerlas escurridizas, y que levanten la mano quienes hayan asistido al milagro de haber logrado algún acuerdo plácido con la mediación de un abogado. A ver, a ver, allá veo una mano levantada… Otra al fondo… Aquella a la derecha.
Pero desde luego sí creo que los abogados han entorpecido el entendimiento y han creado una hostil desconfianza entre los colombianos. Cuando usted va a montar una empresa habla de la idea, la repasa, la clarifica. La cuantifica, la visualiza, la acaricia. Y cuando todo eso está, transparente y apetitoso, llegan los abogados con la capacidad que tienen de enturbiar hasta el cielo más azul y ahí comienzan los desencuentros que desembocarán en la querella, en el juzgado, en el tribunal de apelaciones.
Todo eso porque los abogados nos han adiestrado en la manía de hacer empresas -grandes, pequeñas, familiares, cualquiera- para que, en últimas, las administren ellos. Y han vendido como imprescindible su participación en cualquier movida. Que hay que sellar un compromiso matrimonial, un abogado. Y comprar una casa, consíguete un abogado. Para buscar un préstamo, para reclamar un cheque, para pagar una deuda. Para todo al punto del chiste que he oído: cuando se corre el riesgo de ser invitado a una velada gris, con bostezo asegurado, se suele decir que si me invitas te pongo un abogado.
No hay negocio sin abogado y en consecuencia no hay presupuesto empresarial que no incluya un tanto por ciento para pagar abogados. Las compañías gastan en abogados y en tiempos de juzgados más dinero que el que tienen y por ello los llamados departamentos jurídicos son más numerosos que las áreas de investigación o de relaciones humanas, y creo que ningún otro ejemplo hay que agregar. O sí. Otro: en las universidades hay más estudiantes de derecho que de cualquier otra disciplina no porque a la gente le guste más el derecho que la biología, sino porque debido justamente a la inmensidad de las dependencias jurídicas, pues es más fácil conseguir puesto de abogado, que de biólogo.
Un además: además para aspirar al poder político es mejor arrancar por sr abogado, de cualquier universidad, pero abogado. Y ya sabemos la cola que hay de gente dispuesta a entregar su alma y su conciencia para meterse en la política, lo cual no le queda difícil a los abogados de los que hablo, a los abogados como Londoño Hoyos, a esos abogados turbios a quienes les han inventado una descripción perfecta. Esa definición según la cual un abogado llega a la oficina de un desconfiado que cree que necesita a uno de estos sujetos. Y le dice al cliente: usted cuénteme toda la verdad que yo me encargo de enredarla. Esa.

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