Publicado en ElEspectador.com. Hubo quien frotando ramas por azar descubrió que era posible producir fuego. Hubo quien a partir de los diez dedos de sus manos concibió el sistema decimal. Y allí donde todo el mundo está habituado a ver que las manzanas caen de los árboles, algún día apareció alguien que se preguntó por qué caían.
Quizá no hay nada más provechoso en el mundo que la ociosa creatividad que no busca ser rentable, la libre meditación, el “conectar los puntos” como lo llamaba Steve Jobs, “la imaginación irresponsable” como la llamaba Jorge Luis Borges, la curiosidad, la percepción de los detalles y de los matices, las artes combinatorias, la sensibilidad que se deja herir por las formas del mundo y que produce de repente el lampo di genio de alguna síntesis benéfica.
Por ese camino la humanidad consiguió su poder sobre el fuego, descubrió la rueda y la palanca, halló los números y los alfabetos, inventó la medicina, dibujó las constelaciones, midió la Tierra, alcanzó la geometría y a través de ella obtuvo el estatuto básico de las ciencias. Por ese camino la humanidad pasó de los conjuros a los poemas, de las anécdotas a los relatos y a las novelas, del silbo del viento en las cañas a las sinfonías de Mahler, de la superstición a las religiones, de los cálculos al cálculo y de las explicaciones rudimentarias a los vastos sistemas filosóficos: de las discusiones en las esquinas de Atenas al “palacio de precisos cristales” de Kant, a la catedral espiritual de Hegel, al cosmos divino de Spinoza y a las exquisitas arquitecturas de Schopenhauer, donde todo está sostenido por todo.
Inventar la silla, la mesa, la almohada, la puerta, la ventana, la utilización del frío para conservar los alimentos o los diez pasos inauditos que llevan desde la siembra del café hasta la densa infusión del color de la noche; fingir el mundo en colores de aceite sobre un lienzo o con tinta sobre un papel, inventar el lienzo y el papel, llegar a los mapas y a los libros, a las oraciones y a los funerales, pasar de la balsa al trasatlántico, del dragón de papel a los transbordadores espaciales, de las danzas guerreras a los carnavales planetarios, es lo que llamamos la cultura. Y también es la cultura la conciencia lúcida que critica, el ciudadano indignado que reclama, el individuo que se sabe digno de heredar todas las conquistas de la civilización.
Ella nos ha traído desde esas incómodas cavernas hasta los salones iluminados de lámparas, con diálogo apacible, con licores y cenas, mirando la medida del tiempo en la muñeca, arrancando las hojas últimas de los calendarios y hablando de esas cosas impalpables y refinadas que son la felicidad y el futuro, con todos los verbos y las figuras gramaticales en regla, y con la certeza casi absoluta de que los proyectos bien concebidos se realizarán en esos tiempos hipotéticos.
Fue Paul Valery quien dijo que “el hombre es absurdo por lo que busca y es grande por lo que encuentra”. Fue Auden quien dijo que “el artesano sabe siempre qué tipo de objeto piensa elaborar y reproducir, en tanto que el artista sólo sabe lo que busca cuando lo encuentra”. Ello significa que para encontrar las cosas a menudo hay que avanzar a ciegas, presintiendo, intuyendo, equivocándose, recibiendo la memoria de las edades, dando pasos sobre las huellas de otros. Ello significa también que la primera vez, cuando el artesano hizo su invento, descubrió su diseño, era también un artista creador. Y que el artista, obedeciendo a leyes secretas, oye voces, sigue pálpitos, conecta puntos, y de viejos inventos obtiene nuevas conclusiones.
Tal vez por eso suena tan mal cuando los políticos llegan con el cuento de que la cultura debe ser rentable y autosostenible, y que todo invento es propiedad privada. Con los inventos de la cultura trabaja y es rentable toda la civilización. Nadie nos cobra por usar las cifras, las letras, las palabras, todavía no nos pasan la cuenta mensual los propietarios de la gramática por utilizar los verbos y los adjetivos, aunque, como van las cosas, eso ya llegará. Alguna multinacional ingeniosa aliada con algún gobierno corto de espíritu privatizará los grandes bienes universales de la cultura, como han privatizado las obras de Van Gogh, con las que él pagaba a duras penas su plato de sopa, para que sean ahora la imagen de las tarjetas de crédito; como quieren privatizar el agua, los secretos del cuerpo, el viento y las semillas.
Oscuros banqueros especulan, tortuosas corporaciones trafican, los Estados son saqueados sin escrúpulos, la tierra es objeto de valorizaciones y destinaciones ocultas, las burbujas financieras estallan, malos manejos y malos gobiernos precipitan a las sociedades en la recesión y en la crisis, el tesoro público se convierte en la tabla de salvación de los capitales privados, y llega por fin el infierno tan temido de las vacas flacas y ya no del recorte, sino de la mutilación de los presupuestos.
¿Recortarán por fin donde hace falta? ¿Controlarán la corrupción? ¿Mejorarán el recaudo fiscal? ¿Vigilarán las contrataciones, se abstendrán de guerras infames, de espionajes onerosos, de operaciones fraudulentas, harán que paguen por fin los responsables? Claro que no. Una vez más recortarán donde se recorta siempre, en la cultura, en la educación, en la justicia, el estímulo a la creatividad será el gasto inoficioso que hay que controlar.
Los mandatarios sólo deberían hacer lo que les mandemos. Pero ellos saben bien que, para ponerlos en su sitio, nada nos hace tanta falta como la cultura que nos recortan.
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