Apartes del libro 'Caudillos: en América latina nada ha cambiado en 200 años', escrito por el periodista Mauricio Sáenz.
Las calles están alborotadas. Oradores de los más diversos orígenes se disputan la palabra para arengar al pueblo contra el tirano, mientras circulan rumores según los cuales el ministro de la presidencia va a hacer un pronunciamiento. Dicen que las tropas leales de la Costa ya vienen, y en el Palacio presidencial las luces encendidas a la madrugada hablan de intensas reuniones de burócratas angustiados. Los líderes de los partidos oficialistas conferencian a puerta cerrada, para decidir si siguen apoyando o no al gobierno.Ya no están seguros de tolerar más a ese personaje que cabalgando en las instituciones se ha quedado tantos años en el poder.Por fin, el desenlace se hace inminente. El ministro de Guerra,el oficial de más alto grado de las Fuerzas Armadas, expide un comunicado en el que convoca a las fuerzas vivas de la nación a rescatar la institucionalidad de manos de ese régimen interminable.Declara que sus soldados no dispararán más contra sus hermanos,e informa que el presidente, en estos momentos, se dirige al aeropuerto militar con sus allegados, para abordar un avión que lo llevará, con destino indeterminado, fuera del país. Y anuncia que el nuevo gobierno provisional asumirá la "reconstrucción de la patria", mientras los ciudadanos no saben imaginarse cómo será la vida después de tantos años con ese hombre providencial en el poder.
Detalles más, detalles menos, ese es el final típico de la historia.Unos han terminado así, expulsados para hundirse en el olvido en el extranjero, otros han vivido lo suficiente para morir de muerte natural sentados por siempre en el solio presidencial y unos pocos han sido asesinados por sus opositores cuando pretendían eternizarse en el poder o cuando ya se habían hecho insoportables. Pocos han decidido aceptar la voluntad popular y entregar el mando a sucesores legítimos. Se trata de los caudillos, tal vez la contribución más colorida y pintoresca, pero también más siniestra de Latinoamérica a la historia de la política mundial.Se puede demostrar que los latinoamericanos, en estos 200 años de independencia, hemos vivido más tiempo bajo la férula de estos personajes desdeñosos de las instituciones y el constitucionalismo liberal, que administrados por presidentes obedientes de las normas y dispuestos a aceptar las limitaciones que la democracia impone a sus gobernantes. (...)
Llámense como se les llame, caudillos, caciques, hombres fuertes, dictadores, tiranos, esos gobernantes latinoamericanos, sobre todo los del siglo XX hacia acá, tienen características en común detrás de gruesas capas de maquillaje democrático. Generalmente llegan al poder "a regañadientes", como "salvadores" o "restauradores" de la patria, y su primera preocupación se centra en que su "revolución" rompa con el pasado para ofrecer, ahora sí, una "verdadera democracia". Tienen un comienzo auspicioso, en el que despliegan gran vigor en organizar al país y dotarlo de adelantos, es decir, son en un principio impulsadores del progreso. Por eso mismo son inmensamente queridos, ya sea porque hayan desplegado una retórica populista, o porque sus políticas hayan brindado algún asomo de bienestar en situaciones generalmente precarias.
Y cuando se acerca el final de sus periodos, están siempre prestos, con su núcleo de seguidores incondicionales, a modificar la Constitución para quedarse en el poder, "solo el tiempo suficiente para consolidar los logros conseguidos".
Con frecuencia el temor de los ciudadanos al cambio, convenientemente azuzado desde las esferas oficiales, consigue que, al menos en la primera oportunidad, la continuidad del caudillo esté garantizada sin mayores problemas. Y según el nivel de ese miedo, y de la profundidad de la maquinaria institucional que haya armado con el paso de los años, mediante la corrupción de su clientela, los contratos entregados a dedo, los sobornos, el fraude electoral y la represión pura y simple, su permanencia en el poder será más o menos larga. Hasta que se les atraviesen en el camino el deterioro natural, un pronunciamiento militar o un levantamiento popular, en el mejor de los casos. O un asesino, en el peor.
Hoy día, el fantasma del caudillismo recorre los palacios presidenciales de varias capitales latinoamericanas. Fue esa visión espectral lo que aterró a los hondureños que sacaron del país al presidente Manuel Zelaya en septiembre de 2009. Vieron en su empecinamiento por reformar la Carta Política para permitir su propia reelección la prueba de que quería perpetuarse en el poder. El afán de los complotados por preservar los principios antirreeleccionistas consagrados en una disposición pétrea, es decir, irreformable, hizo que tocaran lo intangible, la legitimidad presidencial. No les importó echar por la borda los mismos principios que decían defender. (...)
Pero es que el fantasma del caudillismo para los hondureños es real y tiene nombre: Tiburcio Carías Andino. Este fue el personaje que a mediados del siglo XX provocó con sus acciones al frente del gobierno que sus conciudadanos hicieran lo que todos los países latinoamericanos en sus circunstancias: prohibir para siempre reelegir al presidente.
Esos funcionarios atolondrados que sacaron de Palacio y en piyama a Zelaya querían cortar por lo sano. Los movía la necesidad imperiosa de evitar que Zelaya se convirtiera en una reencarnación del caudillo que gobernó a Honduras con mano de hierro entre 1933 y 1949, aunque si se considera que en los últimos años gobernó tras las sombras, la influencia de Carías se prolongó hasta 1954. Recordaban que había permanecido tantos años en el poder precisamente mediante el repetido expediente de reformar la Carta Política para permitir al mandatario de turno quedarse de forma indefinida. No olvidaban que ese gobernante, llegado a la presidencia para poner orden en la patria, cayó paulatinamente en el despotismo, hasta manchar de sangre su gobierno al reprimir violentamente a los opositores.
Que Zelaya haya intentado quedarse en el poder, aun a sabiendas de las previsiones constitucionales tomadas por sus antepasados políticos, parece demostrar que ninguna precaución es suficiente: en el ADN político de los gobernantes latinoamericanos hay un gen oculto listo para convertirlos en el viejo caudillo que llevan por dentro. No por otro motivo ha sido objeto de tanta admiración en el subcontinente que el brasileño Luiz Inacio Lula da Silva y la chilena Michelle Bachelet hayan resuelto no aspirar a ser reelegidos a pesar de su buen desempeño y su altísima popularidad. Y que en Colombia Álvaro Uribe haya aceptado, así sea a regañadientes, la decisión de la Corte Constitucional de considerar su reelección contraria a la Carta Política. Lo que sería visto en otras latitudes como el puro y simple cumplimiento de las normas, aquí es admirado como un sacrificio personal y una prueba de civismo excepcional.
Ese gen político misterioso, que a comienzos de los años 80 parecía olvidado en los países democráticos del subcontinente, regresó sorpresivamente en la última década del siglo XX, ya no como caudillismo sino como hiperpresidencialismo, de la mano del peruano Alberto Fujimori y el argentino Carlos Menem, quienes en ese momento se convirtieron en rara avis en medio de un universo de mandatarios estrictamente democráticos. Pero el fracaso de esos personajes en sus segundos periodos, con el segundo relegado al olvido político y el primero preso por los crímenes de su gobierno, no consiguió que el subcontinente aprendiera la lección.
En efecto, desde que comenzó el siglo XXI, varios mandatarios han caído de nuevo en el pecado capital de la democracia: considerarse indispensables. Comenzando por Hugo Chávez en Venezuela y siguiendo con Álvaro Uribe en Colombia, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, y el nicaragüense Daniel Ortega, el viejo gen vuelve a notarse en los inquilinos de los palacios presidenciales. Es que las taras más antiguas son las más difíciles de borrar, y el caudillismo latinoamericano es hermano gemelo de la independencia: nacieron en el mismo parto.
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