Así, con cierta malsana curiosidad sociológica, he podido comprobar lo siguiente: Colombia es el único país del mundo donde las salas VIP de los aeropuertos, y particularmente las de Bogotá, están muchísimo más llenas que las salas de los pasajeros normales.
He constatado también lo siguiente. En otras partes del mundo vale la pena usar el privilegio de la fila preferencial para pasajeros “de oro, de platino o de platino ejecutivo”, porque efectivamente uno ahorra tiempo y es un poco más corta. Salvo en Bogotá. Allí la fila de los pasajeros VIP es infinitamente más larga, incómoda e ineficiente que la fila de los pasajeros normales. Sin embargo a nadie de la fila VIP se le ocurre jamás pasarse a la fila más rápida de las personas vulgares. Desde su fila apeñuscada de gente miran, con altivo desdén, a esos hombres y mujeres corrientes que resuelven el asunto burocrático de facturar el equipaje con esa eficiencia y celeridad vulgar de los plebeyos. Vale la pena hacerlo todo más despacio, con tal de no entrar en contacto con la escasa gentuza de la otra fila.
Esto me recuerda aquello de que en España, durante los años del apogeo de las colonias americanas —y quizá porque les sobraba el oro de las Indias—, allá por el año 1600, “había doscientos cincuenta mil clérigos y medio millón de hidalgos” (y no contemos a los nietosdalgos), en una población que no era muchísimo más grande. Tal vez de aquellas aguas vinieron estos fangos: también aquí todos nos creemos hidalgos. Y de ahí tanta abundancia de bachilleres, doctores y universidades.
Creo que no hay país en el mundo donde haya una cifra per cápita más alta de universidades. Creo que sólo en Medellín hay más de 30 reconocidas por el Ministerio; en Bogotá son como 80. Con razón ese vicio de decirle doctor a todo el mundo. No conozco tampoco un país con más doctores, al menos de nombre, de los que hay en Colombia. Aprender un oficio manual como plomero, electricista, cerrajero, agricultor, pintor (de brocha gorda), enfermera o carpintero, es la cosa más ruin y denigrante, tal vez porque en esas cosas se nos ensucian las manos. Nuestro sueño aprendido es tener un hijo ingeniero, médico, y sobre todo abogado. Colombia es el paraíso de los abogados que se disfrazan como abogados y hablan como abogados desde el primer año.
Doctor tal, doctor más allá, eminente jurista, preclaro jurisconsulto, docto jurisperito. Pocos que se dediquen a cultivar pescados o a ordeñar vacas, a diseñar motores y sillas, a fabricar herramientas útiles. Nada: todo lo útil y novedoso tecnológicamente, tenemos que importarlo. Casi no hay panaderos que hagan un pan decente, ni cocineros que guisen un plato comible. O come uno porquerías o para comer algo donde la carne no sea una suela de zapato ni el pescado un chicle recién descongelado, es necesario ir a pagar cuentas más caras que las de París en algún restaurante de doctores de corbata.
Cómo nos mejoraría la vida si en vez de querer ser VIP y en vez de adoptar tantos modales ridículos de hidalgos, en vez de estudiar derecho, sociología y periodismo en universidades de garaje, aprendiéramos a hacer un buen arroz, a cocinar un conejo como se debe, a atender sin remilgos un niño, un viejo o un enfermo. Pero no, la aspiración común es sacar un diploma y encontrar un político de esos de clientela, que con una palanca nos consiga una corbata, que es como aquí se llaman los empleos públicos. Demasiados hidalgos, y no pocos como aquel del Lazarillo de Tormes que, aunque se moría de hambre, se asomaba a la hora del almuerzo a la ventana, a escarbarse ostensiblemente los dientes con un palillo, para hacerles creer a los pasantes que había comido hasta reventarse.
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