Manuel Zelaya se muestra mucho más dispuesto a ceder ante el golpista Roberto Micheletti, que éste a hacer mayores concesiones al presidente derrocado. Los delegados de uno y de otro negocian “cordialmente” –según un comunicado del gobierno golpista–, pero la cordialidad no impidió que el representante en esa mesa del Frente de la Resistencia, Juan Barahona, se retirara disgustado porque el mandatario depuesto aceptó firmar un acuerdo reservado por el cual renuncia a convocar a una Asamblea Constituyente. “Con Zelaya o sin él, seguiremos luchando por la Constituyente”, declaró luego (www.tercerainformacion.es, 17/10).
Los buenos modales tampoco alcanzaron para que los golpistas aceptaran, al menos por ahora, restituir en la presidencia a Zelaya, aunque éste sí aceptó casi todo lo que le propusieron, además de renunciar a la Constituyente: no adelantar las elecciones ni aplicar una “amnistía” para los delitos que le imputan los golpistas, formar un gobierno de unidad nacional y pedir a los organismos internacionales que levanten las sanciones. Es más: Zelaya incluso llegó a manifestar su predisposición a “discutir” la posibilidad de volver al gobierno sólo después de los comicios del 29 de noviembre, cosa que antes había rechazado de plano. Es decir, regresaría únicamente para colocarle la banda presidencial al ganador de una farsa electoral.
Aún así, el acuerdo no prospera porque Micheletti exige todavía más: que la presidencia le sea devuelta a Zelaya por la Corte Suprema que lo derrocó, no por el parlamento como exige el hombre refugiado en la embajada brasileña. El detalle tiene su importancia, porque acudir a la Corte equivaldría a admitir la “legalidad” del golpe; en cambio, la restitución parlamentaria, aunque el Congreso también avaló la asonada, sería producto de un amplio acuerdo político. Es cierto que, en ese punto, Micheletti está cada vez más solo: el Partido Nacional, favorito en las elecciones, se muestra muy predispuesto a votar de una vez la restitución de Zelaya para que los comicios se hagan sin mayores tropiezos.
La resistencia
La dictadura hondureña mantiene la vigencia del estado de sitio, porque el decreto que lo derogó no fue publicado en el boletín oficial y, por lo tanto, no entró en vigencia. Así, mientras en un hotel de lujo en Tegucigalpa, golpistas y zelayistas discuten con cordialidad, en la calle la relación del régimen con la resistencia popular es pura y exclusivamente represiva: a palo y bala han logrado imponer a las masas un retroceso relativo y momentáneo.
Sin embargo, el sábado 17, una gran manifestación volvió a concentrarse en el centro de la capital después de semanas. La resistencia no cesa: “Los barrios se han convertido en una especie de retaguardia de las movilizaciones de la resistencia, que han encontrado en las comunidades el espacio un poco más seguro en donde la policía y los militares temen entrar.
Las concentraciones en El Pedregal, La Kennedy y El Hato han logrado acumular un buen número de manifestantes y, a diferencia de las que se realizan en las avenidas comerciales, la represión es menor” (La Tercera, 17/10).
La novedad radica en que las movilizaciones populares, más allá de las restricciones que les impone por el momento la represión militar y policial, por primera vez entran en contradicción con la perspectiva política de Zelaya, aunque, claro está, sin esa movilización no habría conversaciones, cordiales o no, en un hotel de Tegucigalpa ni en la embajada brasileña.
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