Ahora que cualquiera gana un premio Nobel, no sobra recordar la falta de seriedad de ésta institución, inspirada en el hombre creador de la dinamita, Don Alfred.
Escrito por Javier Sampedro para el espectador.
¿Qué premio Nobel explicó la física cuántica de la radiactividad, postuló la versión moderna del Big Bang, propuso que las estrellas brillan por reacciones termonucleares y descubrió el concepto de código genético? Ninguno. La persona existió -se llamaba George Gamow-, pero no recibió el premio. Ni el de física ni el de medicina.
Tampoco lo recibió Dmitri Mendeleyev, cuya tabla periódica decora las escuelas de todo el mundo; ni Oswald Avery, que demostró que el ADN es la molécula portadora de la información genética; ni Lise Meitner, descubridora de la fisión nuclear; ni Julius Lilienfeld, creador del transistor; ni George Zweig, codescubridor de los quarks. Es sólo el arranque de una larga lista de ilustres no premiados nunca con un Nobel de ciencias.
Y fuera de las ciencias es peor aún. El pacifista más célebre del siglo XX, Mahatma Gandhi, no recibió el Nobel de la paz, a diferencia de Henry Kissinger o Yasser Arafat. Y el de literatura ha tenido que afinar realmente su puntería para no recaer en León Tolstói, Anton Chejov, Franz Kafka, Marcel Proust, James Joyce, Henry James, Vladimir Nabokov, Graham Greene o Jorge Luis Borges, por citar sólo a los muertos.
El Nobel, con todo, sigue siendo el premio más prestigioso que puede recibir un intelectual en este planeta. Y su prestigio no se debe a la tradición -¿por qué tendría el mundo que respetar una tradición sueca?-, sino a su exhaustivo mecanismo de selección. Los premios que hemos conocido esta semana son el resultado de un año de investigación sobre los candidatos.
La Real Academia Sueca de Ciencias (que concede los premios de física, química y economía), el Instituto Karolinska (medicina), la Academia Sueca (literatura) y el Comité Nobel Noruego (paz) invitaron en octubre del año pasado -como hacen cada otoño- a 6.000 expertos de todo el mundo a presentar las nominaciones (nunca de sí mismos).
Eso son unos 1.000 expertos por premio, entre ellos, los anteriores premios Nobel de cada área, y el resultado suelen ser 100 o 200 nominaciones en total. Los seis comités Nobel, uno por premio, empezaron en febrero a seleccionar esas nominaciones, y sólo han acabado hace un par de semanas. Durante este proceso consultan a muchos expertos externos, y de ahí suelen venir los rumores sobre la identidad de los premiados, por lo general escasos y poco fiables.
Una selección de este tipo garantiza que todos los premiados merecen serlo -en ciencia ha habido pocas concesiones controvertidas-, pero no que todos los merecedores sean premiados. Es lógico por lo tanto que la mayoría de las decisiones polémicas de la Academia lo hayan sido sobre todo por ausencia. O por tardanza, que sólo difiere de la ausencia en la longevidad del candidato. Pero lo cierto es que cada caso es un mundo.
Una clase minoritaria de no-premiados son los que el físico británico John Gribbin llama los visionarios . Son 'más importantes que los premios Nobel', según Gribbin. El paradigma es el mismo Gamow citado en el primer párrafo. Su influencia en la ciencia es incalculable, aunque también en el sentido literal: que no puede calcularse. Son ideas, avistamientos, pautas. Su alcance se debe a cómo han influido en otros científicos, y el Nobel suele ser para éstos.
Gamow nació en Odesa cuando era parte del Imperio Ruso, y estudió física en San Petersburgo cuando se llamaba Leningrado, pero trabajó toda su vida en Gotinga, Copenhague, Cambridge y Boulder (Colorado, EE UU). En 1948 propuso con Ralph Alpher la teoría del Big Bang. Otros físicos habían especulado antes con la idea, pero fue el artículo de Alpher y Gamow el que permitió demostrar el Big Bang 15 años después.
Como Alpher y Gamow parece alfa y gama, Gamow no pudo resistirse a buscar una beta para redondear el artículo. La encontró pronto en uno de los grandes físicos teóricos del siglo XX, Hans Bethe, a quien persuadió de firmar el trabajo pese a su nula contribución. El histórico artículo The origin of chemical elements salió así firmado por Alpher, Bethe y Gamow, a satisfacción de este último. Bethe, al menos, sí recibió el Nobel, aunque por otra cosa.
James Watson y Francis Crick descubrieron la doble hélice del ADN en 1953. Poco después de haber publicado el hallazgo en Nature recibieron una carta de Gamow, a quien no conocían de nada. El físico proponía allí el primer modelo de un código genético: un lenguaje que traducía el orden lineal de las letras del ADN -recién descubierto por los receptores de la carta- en otro tipo de secuencia: la hilera de aminoácidos que constituye las proteínas. Su modelo concreto era incorrecto, pero el concepto de código genético resultó capital.
Thomas Edison patentó 1.093 inventos, entre ellos el fonógrafo, el altavoz y el micrófono del teléfono, las piezas clave del cinematógrafo, el primer generador eficaz y un modelo de ferrocarril eléctrico. Y la bombilla, por supuesto. Entretanto, su colega Nikola Tesla ideaba las dinamos de corriente alterna, la transmisión de la energía eléctrica y la bobina de inducción, que le permitió adelantarse a Marconi en la patente de la radio. Edison y Tesla fueron nominados al Nobel en 1915, pero la Academia los descartó por una razón de peso: no se podían ni ver el uno al otro. Marconi había recibido el galardón seis años antes.
Durante la primera mitad del siglo, los experimentos en aceleradores descubrieron tantas partículas subatómicas que los físicos las llamaban 'el zoo': protones, neutrones, rho, delta, sigma, xi, kaones, antikaones, piones, cientos de partículas elementales. En 1964, Murray Gell-Mann y George Zwieg se dieron cuenta de que podían explicarlas como distintas combinaciones de sólo tres partículas aún más elementales: los quarks . Gell-Mann, que fue quien les puso ese nombre, fue el único de los dos que recibió el premio Nobel. Zwieg los había llamado 'ases'.
El mayor descubrimiento de la biología del siglo XX, la doble hélice del ADN -la clave de la herencia-, no hubiera sido posible sin un dato previo esencial: que el ADN es el material hereditario. Fue Oswald Avery quien lo demostró en 1944, y contra todo pronóstico, porque casi todos los científicos pensaban lo contrario hasta entonces (y la mayoría siguió pensándolo aún después).
La razón de que Avery no recibiera el galardón ha sido un misterio durante 50 años, el tiempo que tarda la comisión Nobel en hacer públicas sus deliberaciones. Hoy se sabe que el químico sueco Einar Hammarsten bloqueó su candidatura, y que siguió haciéndolo incluso después de que Watson y Crick descubrieran la doble hélice en 1953. Hammarsten creía que la información genética estaba en las proteínas, y su convicción era impermeable a los datos.
Barbara McClintock descubrió los transposones -genes que saltan de un lugar a otro del genoma- en 1948 con una serie impecable de experimentos en el maíz. No sólo demostró su existencia, sino también que suelen alterar la actividad de los genes que tienen al lado, y percibió que debían ser muy importantes en el desarrollo y la evolución.
McClintok ya estaba reconocida para entonces como una de las genetistas más brillantes del mundo, pero sus resultados fueron recibidos con escepticismo por muchos científicos, e ignorados por muchos otros. El resultado fue que McClintock recibió el Nobel, pero 35 años después, cuando ella había cumplido 81. Al menos pudo vengarse en la cena protocolaria de Estocolmo con estas palabras: 'Debo admitir que al principio me sentí sorprendida, y después confundida. Nadie me invitaba a dar clases o seminarios, ni a intervenir en comités o tribunales académicos. Pero ese largo intervalo resultó ser una delicia. Me dio una completa libertad para seguir investigando por puro placer y sin interrupciones'.
Einstein ganó el premio Nobel en 1921 por su explicación del efecto fotoeléctrico, uno de los artículos clave que publicó en su annus mirabilis de 1905. Esto implica que su teoría de la relatividad, uno de los dos pilares de la física actual junto a la mecánica cuántica, es otro de los grandes olvidados de la Academia, aunque su autor no lo sea. Y la razón tiene esta vez algo de paradójico. Einstein formuló la relatividad, también en 1905, para responder a la pregunta: ¿qué ocurriría si una persona corriera tan deprisa que lograra alcanzar a una onda de luz? La persona vería una onda de luz que está quieta, como parece quieto un tren que se mueve en paralelo al nuestro. Pero la velocidad de la luz es una ley fundamental de la naturaleza, y por tanto no puede parecerle quieta a nadie.
La solución de Einstein fue aceptar los hechos y derivar sus consecuencias lógicas, por extrañas que pareciesen. La velocidad no es más que el espacio partido por el tiempo. Si la velocidad de la luz tiene que ser constante aunque corras tanto como ella, es que el tiempo y el espacio no pueden serlo. Esta teoría de 1905 se llama relatividad especial, y una de sus consecuencias directas es la célebre ecuación E=mc2, que reveló que la masa (m) y la energía (E) son dos caras de la misma moneda, y que una ínfima cantidad de masa puede convertirse en una gran cantidad de energía al multiplicarse por el cuadrado de la velocidad de la luz (c), que es un número enorme. Es el fundamento de la energía nuclear y de la bomba atómica. También del brillo de las estrellas.
Einstein fue nominado por esta teoría varias veces desde 1910, pero la Academia prefirió esperar a que los experimentos despejaran las dudas. Eso ocurrió en 1915, pero para entonces Einstein ya había desarrollado la relatividad general, la teoría de la gravitación que corrigió a Newton. Y ésta era más chocante aún que la relatividad especial, por lo que Estocolmo se volvió a echar atrás. De modo que el físico fue, en cierto modo, víctima de su propio éxito. Sin embargo, éste es un asunto sobre el que los científicos sólo albergan una duda: si Einstein mereció otros dos premios Nobel, o si más bien fueron tres.
Alfred Nobel, el inventor de los premios -y de la dinamita-, dejó escrito en su testamento que el galardón de literatura se concediera a escritores de 'tendencia idealista'. El comité se tomó la frase a la tremenda en los primeros tiempos, y la adujo para rechazar las candidaturas de Tolstói, Twain, Ibsen y Zola. Cuando se relajó la norma ya estaban todos muertos.
Karel Capek, el gran escritor checo de la primera mitad del siglo XX -e introductor de la palabra robot-, suscitó las dudas del comité Nobel por sus obras antinazis de los años treinta. A los académicos les parecían demasiado insultantes para el Gobierno alemán. De todos modos quisieron dar una oportunidad a Capek, de cuyos méritos literarios no dudaban, y le pidieron que presentara alguna obra menos controvertida. 'Gracias por la intención', respondió Capek, 'pero ya escribí mi tesis doctoral'. Se quedó sin premio, como es natural.
El caso de 1974 en literatura es poco representativo, pero aún menos eludible. Vladímir Nabokov, Graham Greene y Saul Bellow fueron rechazados ese año para otorgar el premio a Eyvind Johnson (Retorno a Ítaca) y Harry Martinson (Ortigas en flor ), dos escritores bastante conocidos en Suecia, entre otras cosas por ser miembros de la Academia Sueca. No está claro cuánto podrán resistir los Nobel con su esquema actual. Los matemáticos y los paleontólogos siempre se han quejado de que no haya un Nobel para sus disciplinas, pero la lista de agraviados puede crecer pronto hasta límites insoportables. Porque tampoco hay un Nobel de computación, ni de nuevos materiales, ni de nanotecnología ni de climatología. Ni de cine, que se lo podrían haber dado a Ingmar Bergman sin hacer el ridículo.
0 fuerzas alrededor:
Publicar un comentario